La rodada diaria

Han pasado muchos días desde que iniciamos con la cuarentena; el encierro voluntario ya tiene muchos años en realidad, así que la cuarentena solo trajo ruido de los vecinos y con ello mi encierro se volvió una tortura. Exagero al decir tortura pero en realidad, ¿cómo podría definir ese cambio abrupto e invasivo a mi soledad?

Empecé a hacer bici desde los 7-8 años aproximadamente. Desde el kinder había encontrado que la vida en dos ruedas era lo mío. Tuve una moto gris de plástico, porque los Power Wheels no se habían inventado, no habían llegado a México o simplemente pasaron debajo de mi radar, y la primer competencia en la que participé fue organizada por la gente del kinder. Por algún motivo siempre he tenido en mente que gané pero aparentemente no fue así. Como sea, encontré algo que desde entonces me ha traído incontables aventuras.

No recuerdo si en la primer bici que me subí tenía llantitas para mantener el equilibrio o nomás es un invento de mi imaginación -como tantas veces me ha pasado con el pasado- pero lo que sí recuerdo con certeza es que una vez que aprendí a andar en bici era todo lo que quería hacer. La primera vez que me subí a una bici en casa, fue literalmente en casa. Me habían dejado solo y aproveché para aventurarme a intentar no caerme desde la tapa de la cisterna hasta la esquina del jardín, un tramo de aproximadamente 10 metros y con una ligera pendiente. Después de 3-5 intentos exitosos decidí que era tiempo de salir a la calle.

La bici con la que practiqué dentro de casa era rodada 16 o 18, y con la que salí ya era rodada 24. Por supuesto que salí a pesar de que me dijeron que no saliera porque estaba solo. Nunca he hecho caso de los “no hagas” por cierto. Fue tanta la felicidad que cuando llegó la familia y me encontró fuera de casa no me importó y supongo que a ellos tampoco porque no me dijeron que me metiera ni me regañaron. Quizá sabían que de nada serviría, total, no era la primera vez que tenía la orden de no salir y al final estaba afuera.

La bici siempre ha sido, y seguramente siempre será, mi forma de escapar. Supongo que escapo de mis propias frustraciones y necedades. Todos tenemos de esas dos y a veces las tenemos tan cultivadas en la vida que es dificilísimo deshacerse de ellas. Personalmente mis necedades me han impedido lograr ciertas metas, y mis frustraciones son con mi cerebro que me recuerda constantemente mis necedades. Así que ir a rodar es como un CTRL + ALT + DELETE que al final me ayuda a avanzar otro poco.

Una de las frustraciones que tengo en este momento, y que al rodar no se va, es la de no poder saltar rampas como lo hacía hace muchos años. Desde que supe la verdadera causa de mi dolor ciático la lista de actividades se ha reducido bastante y siendo honesto conmigo mismo, me ha deprimido tras bambalinas.

Hace 1 mes aproximadamente quise saltar una rampa como en los viejos tiempos y sentí una compresión en la columna que jamás había sentido, eso me recordó la hernia y al final esa rodada no tuvo reset, solo tuvo un suspiro largo y un silencio aún mas largo. Los malos hábitos y mi necedad de no hacer caso al “no hagas” finalmente me alcanzaron para decirme: te lo dije.

Así que en esta cuarentena, el lapso al que voy a considerar como el encierro voluntario con compañía involuntaria, me he dedicado como nunca a pelearme conmigo mismo. Una lucha diaria en la que no he ganado ningún día, y en días ni la lucha hago por defenderme de mis necedades y luego mis frustraciones. Pero.

Ahí esta mi bici, Conchita, mi nave espacial, diciéndome que todo va a estar bien, que solo tengo que ir al pasito, con ritmo, uno y dos, marcha grande y bien hidratado para no acalambrarme y que eventualmente podré volver a rodar como antes, y que quizá no vuelva a brincar como antes, pero que recuerde que no siempre hay que brincar para disfrutar la rodada, porque la rodada en sí es lo escencial. Como la vida, el vivirla es lo escencial y lo demás es vanidad.

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