Debo confesar que la música en vivo, la mayoría, me pone la piel chinita, de gallina. La música siempre me ha gustado y desde que recuerdo he buscado música que me acompañe en mis diversas actividades. Incluso intenté encontrar música para escuchar mientras rodaba pero el experimento arrojó muy rápido sus resultados: no puedo disfrutar las dos cosas al mismo tiempo.
Me gusta tocar guitarra y de a poco he aprendido a presionar las teclas de un piano para que suene mas o menos como alguna pieza que me gusta. No soy músico, pero es un don que tenemos en la familia. Tenemos un oído afinado y se nos facilita el aprendizaje de los instrumentos y cantar. Cantar no es precisamente algo que me guste, pero sin duda también me desgarro la garganta con Wish you where here o Shine on you crazy diamond, ¿quién no?
El chelo o violoncello también me gusta, una de mis hermanas toca el Chelo y a veces lo agarro para, igual que el piano, apretar las cuerdas a ver si logro unir algunas notas para que suene bonito.
Pero la música en vivo, tiene algo que me recorre el cuerpo, me transporta a no sé donde y simplemente me llena los ojos de agüita de sólo escucharla. Ustedes no lo saben, pero podría decirse que con nadie hablo de nada realmente personal. Por personal me refiero a lo que ocurre en mi mente, en otro post les cuento al respecto; pero a veces creo que la música es la forma en que converso y me desahogo y por eso la música en vivo me provoca todo eso.
A veces el volumen no es suficiente para poder disfrutar de aquello que sin más ni más me aclara el panorama y me deja tranquilo, sentado en el sillón, con la mente en paz y una calma que no tenía antes.
Si ustedes amiguitos no entienden de qué hablo no se preocupen, seguramente no tienen el oído afinado todos tenemos gustos diferentes.
Les comparto algo de lo que mientras escribía este post me acompañaba en mi mundo de las ideas, como decía Platón.